Somos seres racionales
y emocionales, con un gran desarrollo de lo primero, y una gran riqueza de lo
segundo, además de que somos la única especie que habita en el planeta Tierra
con conciencia espiritual. Esas tres características son inherentes al ser
humano, y se podría decir que pasamos toda la vida nadando en las aguas de cada
una, aprendiendo. Las emociones, más que un lago, suelen ser como los rápidos
de un río, al menos hasta que aprendemos a gestionarlas.
Las emociones son
estados intencionales, que dependen de la perspectiva y la valoración de cada
uno, por lo que obtienen su significado de la vida cotidiana de las personas, y
manifiestan las formas de vida que llevamos. Aunque muchas veces son
involuntarias, ya que responden a elementos instintivos o anclados en nuestro
subconsciente y a nuestro sistema de creencias, con práctica pueden llegar a
estar bajo nuestro control voluntario, lo que significa que cada uno de
nosotros es responsable de sus emociones.
Así como podemos
proponernos “domar el ego” (la mente) para convertirlo en nuestro Maestro de
aprendizajes y sabiduría, y practicamos la introspección para lograrlo, las
emociones también pueden ser reguladas. Eso no evitaría que nos enojemos o
entristezcamos, por ejemplo, pero sí determinaría cuánto tiempo dedicamos a
vivir en esa emoción y por lo tanto su consecuencia en nuestros pensamientos y
acciones; si nuestro malestar dura un día, meses o años, o si sólo lo hace por una
hora o unos pocos minutos, y cómo lidiamos con ello para resolverlo –si es que
lo hacemos–, o ver la contraparte positiva de cada adversidad.
Les comparto esta hermosa herramienta de identificación de emociones, un interesante trabajo de precisión que podemos proponernos para lograr encajar la emoción adecuada a nuestro sentir y percepción al respecto de una situación, así como darnos cuenta de las más de cien emociones que los humanos podemos sentir, es un abanico impresionante.
Las emociones
positivas, las de felicidad y amor incondicional, siempre que sean genuinas y
no una máscara, son las deseables, las que tenemos que cultivar y abrazar. Las
negativas, sin embargo, son otra historia, y hay que tomarlas con pinzas.
Algunas son propias de nuestro instinto y supervivencia, como el miedo, que
activa nuestro cuerpo en situaciones de huida, o la ira, que también era
necesaria hace miles de años para defender nuestro territorio cuando vivíamos
en condiciones mucho más vulnerables y primitivas. A pesar de ello, el problema
es cuando nos actualmente dominan y causan estragos en nuestra vida emocional y
acciones, o afectamos a otros con ellas, pero nada tienen que ver con
situaciones de vida o muerte.
Estamos tan
acostumbrados a que perduren, a masticarlas, darles mil vueltas, asumir que
están fuera de nuestro control, e incluso buscar en nuestra familia, amigos y
compañeros de trabajo, aliados para que coincidan en nuestro infortunio,
justificándolas y buscando una palmadita de consuelo y un “sí, la vida es así,
qué injusto, ¿no?”. Incluso hay gente que se descarga con desconocidos en la
calle, y de pronto nos encontramos con un vómito de quejas, indignaciones y
sufrimientos mientras hacemos la fila del supermercado, a lo cual respondemos
con incomodidad. Porque la realidad es que nadie quiere vivir en sufrimiento,
todo lo que hacemos, o pretendemos hacer con nuestra mejor intención, es buscar
la felicidad y la seguridad, tranquilos en nuestras cosas y que estas funcionen
bien, y lo mismo solemos desear para los demás. Sin embargo, es curioso cómo insistimos
en mantener pensamientos, hábitos y vínculos tóxicos, pese a que sabemos lo mal
que nos hacen, y peor aún si los provocamos a otros.
Entre los
justificativos, están comúnmente “es mejor eso que nada”, “me salió así”, “no
pude evitarlo”, “yo no tengo la culpa de que...”. Y aquí vuelve una vez más a
tocar la puerta el tema de la responsabilidad. Para poner otro ejemplo concreto
que seguramente todos hemos oído (y quizás dicho), es el “¡Es que él/ella me
hace enojar!” Algo nos hace ruido con esa frase, y con justa razón. La elección
de enojarnos, o reaccionar con otra emoción, es nuestra. Claro que hay
situaciones que despiertan nuestra indignación, ira o irritación, pero eso
sucede porque nos perjudican, o tocan una fibra sensible, algo con lo que nos
sentimos identificados. Sin embargo, tomarse algo personal o ponernos en modo
defensivo, sigue siendo nuestra elección, ya que podemos verlo con otros ojos, tanto
si revisamos qué podemos aprender de esa situación para nuestro crecimiento
personal, como si aplicamos nuestra inteligencia emocional, empatía, perdón y
compasión para con el otro.
Al respecto de esto
último, es común pensar “¿Por qué tengo que ser compasivo con esa persona, si
me lastimó?” Nuestra herida sigue abierta por una traición, mentira, agresión
física o verbal, porque minó nuestra autoestima o porque puso un palo en la
rueda de nuestros avances o sueños. Cuidado aquí, compasión no significa ser permisivos
con una dinámica que nos lastimó o sabemos que va a hacerlo, sino entender
desde dónde está actuando el otro, qué lo debe llevar a reaccionar de esa
forma. Hay una ley de la vida, que es “uno da a los demás lo que se da a sí
mismo”. No podemos dar amor genuino, si no nos lo damos primero a nosotros, no
podemos inspirar o hablar con confianza, si no confiamos en nosotros mismos, no
podemos perdonar, si no nos perdonamos a nosotros mismos. Es inimaginable el
dolor que está atravesando una persona, como para que decida hacerle el mal a
otro, incluso si conoce y “lo ama”. Cuando pensamos en cuan falto de amor y
felicidad en su vida está el otro, nuestro nivel de enojo baja sensiblemente,
porque empatizamos, y queremos ayudarlo (a menos que nuestro propio dolor,
sentido de superioridad o soberbia nos lo impida).
Además, todos somos
uno en el Universo, y las personas son nuestros espejos. No es el otro el que
nos hace daño, sino que está sosteniendo el espejo que nos muestra la herida
que debemos sanar dentro nuestro. No siempre es tan evidente o sencillo el “qué”
debemos sanar, y muchas veces hacemos la vista a un costado porque es complejo,
y se requiere valentía, para hacerse cargo de nuestras emociones, pensamientos
y hábitos. Pero empezarse a preguntar una vez estemos calmados, en meditación o
dando un paseo a pie, es el primer paso hacia nuestra paz interior y bienestar,
tomar conciencia y responsabilidad, lo cual nos va a dar un increíble poder al
darnos cuenta que sí tenemos el control, al menos de nosotros mismos, y que por
lo tanto podemos cambiar nuestro entorno, nuestra “realidad”.
De la mano de la
metáfora del espejo, también hay otras dos leyes de la vida que van de la mano
y marcan el camino, la primera es “Uno obtiene lo que pone en la vida”, más
conocida como “uno cosecha lo que siembra”. Y es así realmente, no hay duda de
que el karma hará su trabajo con la persona que tuvo esa acción perjudicial,
tarde o temprano. Por eso mismo tenemos que ser cuidadosos con nuestros propios
pensamientos y acciones, porque también van a volvernos en forma de otros
desafíos o infortunios. La otra ley, es la conocida “Ley de atracción”, y trata
de que uno entra en resonancia y atrae lo mismo que está vibrando. Si sentimos,
pensamos y obramos en amor y abundancia, eso mismo se manifestará en nuestra
vida o entorno, mientras que, si nos dedicamos a pensar de forma negativa, y
vivimos constantemente en emociones de esas características, eso mismo es lo
que atraeremos. Ni que hablar de maltratar, hablar mal de las personas o perjudicarlas,
además de generar karma negativo que nos afectará a nosotros, esa misma calidad
de situaciones o vínculos se reflejará en nuestra vida.
¿Les suena conocida la
frase “estoy meado por un elefante”? A esto mismo me refiero, ya ven que no es
casualidad. Una tras otra, se ponen en fila distintas adversidades,
manteniéndonos en nuestra pobreza de corazón, carencia y modo de supervivencia,
para presentarnos de golpe y porrazo muchas experiencias de las cuales
tendremos que aprender. Porque la realidad es que toda experiencia, aún las más
dolorosas y difíciles, encierran una maravillosa oportunidad de aprendizaje
hacia el bienestar. Si tomamos responsabilidad, nos dedicamos a cultivar buenos
hábitos, pensamientos y emociones, nuestra vida se transformará rápidamente a
una mucho más amable, amorosa y plena. Asimismo, se reflejará en nuestro
entorno, y no se sorprendan si ciertas personas se alejan de pronto de sus
vidas, así como otras llegan. Todo es justo y perfecto, las que se alejaron,
eran las que dejaron de resonar con esa energía luminosa y poderosa de amor que
empezamos a abrazar, o porque cumplieron con su deber de lo que venían a
enseñarnos o mostrarnos. O que nosotros mismo los alejemos, decretando “no
quiero esto para mi vida”. Y los que lleguen, seguramente traigan más amor en
sus corazones, ya que vibramos en sintonía con lo que nosotros estamos dando al
Universo.
Luego volveremos a
este interesante tema, sean libres de comentar o sugerir para que podamos
reflexionar juntos en pos de nuestra evolución, pero les dejo un último y
maravilloso ejercicio de cómo empezar a cultivar emociones positivas.
Cuando un evento
problemático se presente en nuestra vida, o tal vez es nuestra propia mente la
que insiste con traernos un recuerdo conflictivo (un rencor hacia alguien que
nos lastimó), o una duda que albergamos, hay que hacerse algunas preguntas. Por
ejemplo, “¿Qué aprendí, o siento que tengo que aprender, de esto?”, “¿Qué me
aportó, en qué estoy hoy mejor gracias a ello?”, “¿A qué le tenía yo miedo, y
cómo me sobrepuse?” Quizás el aprendizaje fue hacernos más fuertes o pacientes,
o puso a prueba nuestra determinación para llevar un proyecto o sueño a cabo, o
nos enseñó sobre el apego y nuestro miedo a la soledad. También pudo sentar las
bases para replantearnos nuestra autoestima y confianza, o la dirección que
estaba tomando nuestra vida, y que nos dimos cuenta que no es lo que queríamos.
Si no encontramos ningún aprendizaje, tal vez puede ser porque el problema
sigue ahí sin resolver, negados a aceptarlo, a soltarlo, porque en el fondo
queremos seguir hincándole el diente para echarle la culpa de otras desgracias
que nos ocurren, no queremos tomar responsabilidad de nuestras acciones y
decisiones. Y ese dilema volverá, una y otra vez, en distintas formas, hasta
que lo superemos al fin.
Parte del perdón, a
otras personas y a nosotros mismos, viene de reconocer ese valioso aprendizaje
y cuánto mejor estamos hoy en día, gracias a lo que tuvimos que atravesar y
superar. Qué ironía, que aquella persona que nos maltrató o quiso perjudicarnos,
o cualquier otra haya sido la situación, acabó dándonos un regalo enorme sin
proponérselo, ya que nos servirá para aportar al bienestar de toda nuestra
vida. En cada crisis, en cada vicisitud, hay una oportunidad de mejora, es
cuestión de cada uno de nosotros el querer verlo, y abrazarlo con amor y
entusiasmo. Namasté 🙏💖
No hay comentarios:
Publicar un comentario