Llega un día en que
nos detenemos por un momento de la vorágine mental cotidiana, y conectamos con
“algo más”, que en realidad no es más que la pura esencia de nosotros mismos,
lo más auténtico de nuestro Ser. Puede suceder con una profunda meditación, con
una sesión de terapia Reiki, una práctica de yoga, o al recostarnos contra un
árbol, sobre la hierba, o junto al mar. Ese momento en que desaparece la
sensación del tiempo y espacio, incluso de nuestro propio cuerpo físico, sólo
somos nuestra paz interior, y estamos completamente centrados en el presente: Esa calma y serenidad, una
mente que susurra dulce y positiva, vibramos en amor, y surge en nuestro
interior una luz está destinada a brillar por siempre. Porque al fin la percibimos,
la conocimos, o, mejor dicho, la reconocimos,
ya que siempre estuvo ahí, y una vez que conectamos, no hay vuelta atrás, y en
buena hora, porque abre el camino más profundo y amoroso para nuestras vidas.
Sólo basta esa vez
para empezar a hacernos preguntas, que nos llevarán como un niño con su
naturaleza curiosa a todos los “¿por qué?” del Universo, aunque no tengamos las
respuestas. Y los niños son bien maravillosos y vale aprender de ellos, grandes
maestritos, ya que en su tierna e inocente infancia no juzgan, no ponen límites
a lo que perciben o imaginan, sólo sienten y creen. Mientras que los adultos,
por el contrario, solemos pasar todo por nuestros innumerables y parciales
filtros, tachamos opciones sin conocerlas, y desconfiamos de nuestro instinto e
intuición, porque ponemos a la mente racional en el altar de todo lo que está
bien. Así es este sistema de “civilización”, así nos educaron desde pequeños,
aunque siempre están los que cuestionan los límites impuestos, ven otra
posibilidad para ellos y para todo el mundo, y tratan de despertar a los demás,
para compartir esa maravillosa realidad que les había sido vedada sin saberlo.
Y por algo, no es
casualidad (nada lo es) que nos emociona y nos llama fuertemente cuando vemos
cómo viven, por dar un ejemplo, las tribus autóctonas de todo el mundo, cómo
son tan diestros tanto en sus habilidades, así como en su conexión con la
tierra. Cómo conectan con los animales, las plantas, los árboles, con los materiales
de sus ropas y sus herramientas, y entre ellos mismos. Cómo agradecen, y
aceptan lo que la vida natural les provee. También sucede con los documentales
o imágenes del mundo natural, que nos fascina y hasta nos emociona
profundamente, y no sólo por lo bonito. No es casualidad, tampoco, que hallamos
nuestra mayor paz y tranquilidad interior cuando vamos a vacacionar o a vivir a
un lugar natural y puro, nos sentimos renovados y equilibrados, recargados de
energía. Algo nos queremos decir a nosotros mismos con eso, y a veces, por
suerte, nos escuchamos.
Esa paz, tranquilidad,
felicidad, este bienestar... ¿Podemos vivir en ese estado continuamente? La
respuesta es que sí, aunque por supuesto tiene sus grises, todo depende de
nuestra interpretación, y lo que ponemos en la balanza. Estamos acostumbrados a
pensar que no, que la vida “normal” tiene que ser la sufrida, la que cuesta
sudor, sangre y lágrimas, y que sólo entonces nos merecemos como premio ese ratito
de bienestar, ese atisbo de abundancia. “No puede ser tan fácil”, nos decimos,
y lo comprobamos cuando vemos a nuestras familias, amigos, y a gente de cada
recoveco del mundo subiendo la pendiente igual que nosotros, añorando esos dos
días del fin de semana de un poco de relajo, libertad y disfrute, para volver a
suspirar resignados o gruñir ante los otros cinco. Porque los “¡al fin
viernes!” y “oh, no, de nuevo lunes” los conocemos todos, excepto quizás (o por
momentos) los que elegimos trabajar alineados con nuestra vocación y propósito,
aunque tampoco nos exime de otros desafíos y suspiros.
Que sí, son bien
lindos y disfrutables, el fin de semana y las vacaciones, pero se terminan y...
¿otra vez al ruedo? ¿No habrá otra forma? ¿Una alternativa en la cual no
tengamos solamente que esperar a esos añorados días para sentir que bajamos las
revoluciones, respiramos hondo, y que volvemos a conectar con nosotros mismos?
Claro que la hay, y es más accesible de lo que pensamos, aunque a la vez, por
un buen tiempo es una de las más desafiantes de mantener. Porque en cuanto
nuestros ojos brillaron con inspiración y con la propuesta de hacer unos
cambios y seguir un camino más amoroso y pleno para nosotros mismos, puede
tardar unos días en que la realidad
(con muchas comillas) nos baja de un hondazo y nuestra mente nos dice “muy
bonito todo, pero aquí nos dejo la lista de pendientes, preocupaciones y
lamentos, espero que no te hayas olvidado de atendernos”.
Y ese es el quid de la
cuestión, la señora mente, el ego, ese potente mecanismo que lleva de la correa
bien corta a la “realidad”, y pone el rollo de película a andar, haciéndonos
creer que es el único camino. Lo malo, es que suele ganarnos la pulseada y es
más caprichosa e insistente que un niño berrinchudo. Lo bueno, es que es
posible “domarla”, poco a poco hacerla cooperar con nosotros, pero sólo si
tenemos suficientemente en claro lo que queremos lograr con ello. Una pizca de
duda, y ahí hincó los dientes una vez más, para arrastrarnos a las
profundidades, y guiarnos por el terreno pantanoso del que cuesta salir, porque
estamos demasiado acostumbrados a vivir así, y a veces ni siquiera nos damos
cuenta que nos entregamos de brazos abiertos a ello.
Luchar con la mente es
una tarea titánica, y, lo que es peor, improductiva. Esto no significa que haya
que resignarse a sus presiones, sino que hay que ser más astuto, y pensar en la
atención. Así como el angelito y el
diablillo susurrándonos en cada hombro, hay algo cierto, y es que siempre están
ahí. La cuestión en parte es nuestra decisión de a quién atender y alimentar
más. Y si queremos vivir en bienestar, consciencia, amor y abundancia, no es
muy difícil considerar a quién nos conviene más atender. Eso, al menos como
foco, luego viene la interesante tarea sin fin de llevarlo a la práctica. Para
lograrlo, hay dos claves: Estar presente, con la mente en el aquí y ahora, y observar
nuestros pensamientos, sin juzgar.
Un bonito ejercicio
que me gusta practicar, y se los recomiendo, es el de concentrarse y prestar atención
a todo lo que sus sentidos les ofrezcan alrededor, degustar nuestro entorno,
pero sin ponerle un valor. Si el sol nos calienta el rostro, o cómo una brisa
fresca nos acaricia. Los colores que vemos, sean de árboles, coches o de
nuestra casa u oficina. Lo que oímos, su timbre, intensidad y riqueza. Si algún
aroma está presente en el aire, o si agarramos alguna fruta o verdura, e
inspirar profundo para inundar nuestra nariz con ello. Si estamos saboreando un
alimento, su textura, su sabor. Exprimir con paciencia y gusto cada sensación.
Y entonces, cuando terminemos con aquello, si lo hicimos con consciencia y
presencia, sin distraernos con otra cosa, es muy posible que nos sintamos como
si hubiéramos despertado de un sueño. Nos encontramos apacibles, calmados, en
un mayor grado de silencio mental.
Incluso podremos notar cómo las últimas preocupaciones que nos aquejaban
desaparecieron en ese rato. Qué curioso, ¿verdad?
Esa es la conexión, eso es estar presente, ese es el faro que guiará nuestro camino al bienestar.
Namasté 🙏💖